LOFSBOOKS / Adelanto editorial de Donde la Felicidad Pierde su Nombre

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¿Dónde —si no en la felicidad— podríamos reconciliarnos?
1. Donde el presente sea deliberado
El día en que Shams Jacir abrió la librería en el local de baja altura que ocupaba hasta entonces un bar de citas, los "últimos" de la calle lo tomaron por loco; los trabajadores del cementerio, por audaz; los estibadores del puerto industrial, por raro, y los camioneros, por aguafiestas. Habían sido veinticinco años de parada gratificada, así que, cuando la literatura sustituyó al goce de la carne, el escepticismo asoló al gremio y a la pequeña comunidad como solo el escepticismo puede asolar a una sociedad, sea pequeña o sea grande.
Lejos de ser conmovidos por algo ajeno, aún lo sintieron más cínico cuando el librero colgó el nuevo rótulo, en el que pudieron leer “LA FELICIDAD” en versales blancas.
Poco se sabía en la calle de ese concepto, empañado como estaba por la nostalgia. La calle era la última de un sector de la periferia en deshaucio, donde resistía un único edificio de seis alturas —dos de ellas apuntaladas por resquebrajamientos y torceduras— y cuatro locales comerciales: el bar de comidas, el taller del marmolista, la floristería funeraria y, hasta ese invierno, el bar de putas. El declive del inmueble quedaba al desnudo por mallas contra desprendimientos en todos los balcones y sospechosas inclinaciones de suelos y combamientos de paredes, pero el anciano arrendador ya no se sentía predispuesto a nuevas iniciativas de conservación. Y es que la finca estaba afectada por un nuevo plan de ordenación urbanística de carreteras que nunca llegaba.
La calle, último vestigio de un barrio desmantelado entre la montaña del cementerio y el puerto industrial, era el hogar de una docena de residentes que se habían bautizado a sí mismos como "los últimos". La pequeña comunidad era visitada diariamente por trabajadores de la gran necrópolis, estibadores del puerto industrial y, ahora sin bar de alterne, por cada vez menos camioneros, además de una congregación de toxicómanos que revoloteaban alrededor del panal de miel de un piso de camellos, a los que los vecinos habían apodado como “zombis”, por su comportamiento atontado, de autómatas en busca de sustancias. Aunque estos zombis no solían molestar, y se apiñaban bajo los puentes de los accesos a la vía rápida la mayor parte del tiempo.
El único contacto de la calle con el exterior, además de los anteriores, era la visita horaria del 8, un autobús urbano de paso, apenas frecuentado por trabajadores de la zona franca y algunos moradores de los pueblos de la circunvalación camino de la ciudad, que observaban incrédulos el cartel de “LA FELICIDAD”, junto a los rótulos de “Floristería funeraria” y “Mármoles lapidarios”, impasibles tras las ventanillas, pues nunca se hubieran planteado apearse en esa parada casi abandonada.
En el bar de comidas regentado por el chino Chen Bei “Antú”, su mujer taiwanesa y sus dos hijos gemelos, no se hablaba de otra cosa. La diversión compartida saltaba al otro lado de las ventanas, donde los estibadores pakistaníes fumaban y apuraban sus cafés antes de la jornada laboral, con ese parloteo vibrante, intercalando palabras en urdu e inglés, cuya conversación sonaba a una canción melodiosa.
Los trabajadores del puerto pasaban frente a La Felicidad sin levantar la vista y ni siquiera se apercibieron de que esa tarde Shams Jacir había programado la inauguración de su flamante librería. Los vecinos floristas pasaron la jornada en el cementerio, y el marmolista no abrió la persiana en todo el día. No hubo turistas funerarios desorientados en su búsqueda de los accesos de la montaña que acabaran en la calle agonizante, como moscas en la boca de una venus. Ni historiadores ni aficionados llevados por el 8 con el afán de fotografiar la fachada del viejo bloque, agujereada por el acné de la última guerra.
Nadie acudió a la jornada de inauguración de La Felicidad, pero eso no fue más que un traspié para la esperanza de Shams Jacir, antes de que el sol desapareciera entre las cuchillas de los cipreses de la montaña y los cubos de los mausoleos apilados en la cumbre.
Cuando el librero oyó que las gaviotas gritaban: “¡No veréis a Dios en la oscuridad, pero él a vosotros sí que os verá!”, de regreso de los vertederos al mar, echó la persiana de su negocio y corrió al portal, subiendo las escaleras de las seis plantas a toda prisa, hasta alcanzar la portezuela de la azotea, que cruzó en dirección a la casucha que también había alquilado junto al local, ambos a Don Raimundo. Pobremente construida sobre el edificio antes de la implantación de la estructura de madera y acero de la gran valla publicitaria, alquilada en la actualidad a una importante agencia de viajes. En ella se anunciaba un destino paradisíaco, con la estampa de una playa de arena blanca con palmeras, donde una voluptuosa mujer en bikini blanco, pamela y gafas negras ofrecía de forma sugerente una piña colada a un hombre musculado, prácticamente desnudo, que tomaba el sol ignorándola.
En la pequeña vivienda, a los pies de esa estampa, se encerró a cal y canto, a resguardo de la espeluznante noche que caía sobre el mundo como un paño de satén oscuro.
2. Dónde la naturaleza siga en equilibrio
El domingo, Shams Jacir abrió las persianas a la hora en que el sol despuntaba sobre la inmensidad del mar. Salió, brindó su taza a los turistas de la valla y sorbió el café. Sobre el pavimento de terrazo estiró tendones y músculos. Taparía algunas áreas desgastadas con nuevos maceteros; quizás plantaría algún árbol. Desde ese punto, las chimeneas recubiertas de mortero de las cocinas de carbón le tapaban el mar. Arrastró la vieja tumbona hasta uno de los extremos, cuidándose bien de no tocar los juguetes olvidados —seguramente por los hijos del chino del restaurante o por otros niños de antiguas generaciones, convertidos a estas alturas en mujeres y hombres alejados de la fantasía—. Respiró profundamente el aire salino y fresco, apreciando las magníficas vistas a los cuatro puntos cardinales que le ofrecía la atalaya, antes de dar el segundo sorbo a la taza.
Al norte, se apretujaba el puerto industrial contra la montaña. Entre ambos circulaba lentamente una larga caravana de vehículos en dirección a la ciudad de espejos y hormigón que se desperezaba. Al oeste, la montaña crecía como un gran acerico de cipreses, atravesado por los muros de los columbarios que, como niveles de un pastel de hojaldre, ascendían por la ladera de la gran necrópolis hasta coronarla. Al sur, bajo la valla publicitaria, se extendía la arboleda del parque hasta las vías del ferrocarril. Al otro lado, la zona franca apestaba en su frenética actividad logística, abasteciendo al mercado central y al puerto industrial, como demostraban los penachos de humo que se elevaban desde las químicas, bajo una hilera de aviones comerciales en descenso al aeropuerto del delta. Al este, tras los grandes depósitos de petróleo en la linde del recinto portuario, se extendía la inmensidad del mar, que iba recuperando su vibrante color azul a medida que el sol se despegaba del horizonte.
El librero reservaba la única hora productiva de su día festivo semanal para cuidar de sus plantas desechadas. Las había ido recogiendo de los contenedores de basura de la ciudad y les otorgaba una segunda oportunidad, replantándolas en tiestos que alineaba alrededor del refugio y sobre los travesaños bajos de la pancarta publicitaria. Había conseguido reunir, en dos semanas, sedums suculentas —resistentes a la sequía y con una variedad de colores y formas—; echeverias, con rosetas de hojas que añadían interés visual; una exótica chumbera; hierbas aromáticas como la albahaca, fácil de cultivar y útil en la cocina; menta, de rápido crecimiento; cilantro anual, útil en muchas recetas; plantas ornamentales y arbustos como la buganvilia, de una floración espectacular en tonos rosados, morados o blancos, y resistente a las condiciones mediterráneas; jazmín, de flores blancas o amarillas y aroma encantador; y un vistoso oleandro.
Los vencejos habían anidado aquella noche en la estructura de la valla para descansar de su viaje migratorio, alimentarse y reproducirse, y Shams Jacir pudo obtener noticias de África. Otro privilegio, teniendo en cuenta que las patas de esas aves son cortas y débiles, y tienen dificultad para caminar o posarse en el suelo, por lo que suelen permanecer en el aire la mayor parte del tiempo.
—¿Qué tal África este año? —les preguntó.
—Negra como la conciencia de Occidente —le contestaron.
En aquel primer domingo, después de que Shams Jacir se instalara en la casucha de la azotea del edificio gris de Don Raimundo, recibió la visita de madame Raluca, la oronda viuda rumana de en torno a 65 años, que había regentado el lupanar de camioneros en tiempos más felices. De redonda cara roja, ojos grandes, nariz y pechos grandes, y sonrisa grande, pese a todo; cabello teñido de naranja, labios maquillados de jazmín, sombra de ojos verde... La cual, había abandonado su costumbre de tender la colada en el balcón de su piso por la de colgarla en los alambres que atravesaban la azotea de lado a lado, para contemplar al señor Jacir leer en calzoncillos, estirado en la hamaca de barras metálicas. El olor a almidón y las sábanas blancas batiendo bajo el sol de la mañana, eran todo un espectáculo para el alma, y a Jacir le gustaba recibir visitas. El cuerpo voluptuoso de la mujer, cubierto por un fino vestido de flores, también resarcía de pensamientos sin llama, aunque eclipsara las vistas al mar. La señora Raluca era una mujer divina, una inmensa diosa Nu, curvando el cenit como un junco, sin romperlo.
Hasta que hablaba.
—Señor Jacir, tiene preciosa la azotea. ¡Parece el Jardín del Edén o, aún mejor, los Jardines de la Alhambra!
—Señora, yo soy palestino, no andalusí.
—Ah, yo le daba por moro. Pero no tema, no soy muy racista. Le he traído galletas de canela, para su café.
—Es un encanto, señora Raluca. Mire, Mauritania se encuentra en África Occidental, mientras que Palestina está situada en Oriente Medio. Mauritania no pasa más allá del Sáhara Occidental por el oeste.
—Comprendo, usted es muy culto, me recuerda a un cantautor famoso. Aunque usted está mejor desarrollado; ese que le digo era un tirillas. Don Raimundo tiene muy buen ojo para escoger a sus inquilinos.
—Si usted lo dice...
La oronda Raluca se sentó en el suelo, frente al librero, entreabriendo las neumáticas piernas sonrosadas.
—Una de mis chicas prefería enrollarse siempre con los moros, por lo bien dotados que están. —Esto lo dijo valorando el paquete de su vecino, bajo el calzoncillo de algodón.
—Insisto, soy palestino. Siento decepcionarla.
—Discúlpeme, ¿me preguntaba si a usted le espera alguna mujer en Palestina?
Shams Jacir levantó la vista y miró por un tiempo al horizonte.
—No, ya no —dijo, cerrando el libro y mirando batir las sábanas con la tristeza del viento de levante en los ojos.
Hasta aquí el avance editorial de “Donde la Felicidad Pierde su Nombre”.
La obra completa estará disponible muy pronto en e-book y en papel a través de Amazon KDP.
Índice del libro
Las cuarenta aceitunas de la felicidad
1. Donde el presente sea deliberado
2. Donde la naturaleza siga en equilibrio
3. Donde la esencia sea afuera como es adentro
4. Donde la gratitud sea por la vida
5. Donde el cuidado sea integral
6. Donde el disfrute sea con los demás
7. Donde existan valores y principios
8. Donde el milagro sea reconocible
9. Donde la conciencia sea tomada
10. Donde alguien haga algo al respecto
11. Donde la voluntad sea nueva
12. Donde la adversidad sea trascendida
13. Donde la empatía sea un tipo de compasión
14. Donde actuar de acuerdo a una moralidad
15. Donde la alegría no sea una transgresión
16. Donde los impulsos sean controlados
17. Donde el orden sea en mí para el mundo
18. Donde el destino sea el camino
19. Donde perseverar a pesar de las dificultades
20. Donde uno sea con el todo
21. Donde el conocimiento sea útil
22. Donde la amistad sea cultivada
23. Donde el respeto sea mutuo
24. Donde la paz sea comprendida
25. Donde el cuerpo sea en equilibrio
26. Donde el progreso sea meditado
27. Donde el compromiso sea con la vida
28. Donde el amor sea significativo
29. Donde el alma sea visible
30. Donde la razón sea hacia el bien
31. Donde los medios sean como el fin
32. Donde la consecuencia sea el orden cósmico
33. Donde la armonía sea el propósito
34. Donde la búsqueda sea de la verdad
35. Donde el valor sea el coraje
36. Donde la sabiduría guíe las acciones
37. Donde la moderación sea el principio
38. Donde cada cual sea partícipe
39. Donde la ciudad sea virtuosa
40. Donde la felicidad pierde su nombre
Epílogo
Nota del autor